Entro en clase, abro el libro de Michael Sandel, Contra la perfección1, y leo a mis alumnos la historia de Sharon Duchesneau y Candy MacCullough. Son pareja y ambas sordas, pero las dos consideran la sordera como una identidad cultural y no como una discapacidad o anormalidad que debiera curarse. Con su sordera hacen lo mismo que con su homosexualidad: para ellas es un "estilo de vida" alternativo. Se consideran completas siendo sordas, piensan que viven una vida rica y quieren tener hijos con los que compartir lo que de bueno hay en la comunidad de sordos. Sharon y Candy buscan denodadamente concebir un hijo sordo, hacen indagaciones en su comunidad y encuentran un donante de esperma con cinco generaciones de sordos en su familia. Tienen un hijo, Gauvin, que nace sordo.
Esta es la historia que les leo. Es una historia real. Se publicó en el Washington Post y también en el Sunday Times, en abril de 2002. Me han escuchado atentamente porque a la gente le gusta escuchar historias. Creo que éste es un buen modo de empezar una clase. La atención se obtiene de manera sencilla, natural. Previamente les he dicho a mis estudiantes que la historia que iba a leerles era real. Lo hago porque sé que a la gente le gusta sobre todo las historias reales. Y, en efecto, el tema les interesa mucho más que si fuera un ejercicio de imaginación o un análisis hipotético. Quiero que pensemos de entrada sobre el mundo real, quiero ir con ellos "a las cosas mismas", como decía Husserl, ya habrá tiempo de introducir las herramientas de análisis abstracto, o, mejor, aparecerán por sí solas cuando la reflexión se ponga en marcha. Y eso hemos hecho: empezar a pensar.
Cuando la historia de Duchesneau y McCullough salió en la prensa, provocó una condena unánime. La indignación general se centraba en la acusación de haber infligido deliberadamente una discapacidad a su hijo. Mi interés consiste ahora en revivir este debate público dentro del aula, porque Duchesneau y McCullough argumentaron que no creían haber hecho nada muy distinto de lo que hacen las parejas convencionales cuando tienen un hijo deseando que sea como ellos. Así pues, leída la historia y despertado su interés, sé que muchas intervenciones van a surgir espontáneamente. Es muy importante, sin embargo, que esto no suceda así.
Un tema que llama la atención es un arma de doble filo en clase. Por un lado, es muy cierto que uno tiene garantizada una disposición inmediata al trabajo y que una clase funciona como una orquesta: si gusta la pieza escogida por el director, los músicos la quieren tocar inmediatamente. Hoy, los "músicos" han sacado impacientes sus instrumentos antes de terminar mi breve lectura, y aún les ha dado tiempo a afinarlos a todos. Y eso está muy bien. Pero, por otro lado, un tema interesante entraña un riesgo: el riesgo de que el trabajo se realice con toda la orquesta entrando a tutti en el primer movimiento. Y eso puede ser sublime y sobrecogedor y estremecedor... en el salón de conciertos, pero en el aula es simplemente sobrecogedor y estremecedor... y ensordecedor, nunca mejor dicho. De manera que hay que frenar el entusiasmo, qué le vamos a hacer. Si no, unos condenarán y otros absolverán, pero lo harán de forma destemplada, en desconcierto. Querrán que se escuchen sus voces más que sus argumentos. Y no habrá diálogo. Así pues, guardémonos del tutti y vayamos a la fuga.
Porque, en efecto, necesitamos crear una estructura muy determinada. Por supuesto, polifónica, pero vertebrada por el contrapunto. Esto es el diálogo. Diferentes tonalidades tienen que oírse, diferentes puntos de vista han de exponerse, pero en el desarrollo estructurado a partir del tema expuesto. Apaguemos pues el tutti haciendo una pregunta previa. No hay mejor forma de comenzar un diálogo. Y la primera pregunta debe responderse siempre con un "sí" o un "no". No es una rigidez innecesaria. De entrada, hay que distribuir la orquesta en grupos de instrumentos. Debe advertírseles eso. Debe acostumbrarse a los alumnos a aceptar una pluralidad regulada en cierta medida. Debe hacérseles patente que es posible el acuerdo, pues muchos pensamos que sí, y también el desacuerdo, pues otros pensamos que no. Esa división inicial (sí/no) en dos grupos, más que enfrentarlos, socializa a los estudiantes en la diferencia y en la semejanza compartida. Con más grupos hay más peligro de segregación minoritaria. Es preferible moderar eso. Podrían establecerse más alternativas, pero no demasiadas. De entrada, es preferible que el estudiante comparta su diferencia, que se sienta acompañado y alcance la confianza suficiente para intervenir. Y esto además ordena el debate. Porque el sí o el no ya los tenemos, y todo el mundo sabe que eso es muy pobre, que debe aparecer algo más, que lo interesante viene ahora. Y lo interesante es confrontar no opiniones, sino argumentaciones.
Dice Fernando Savater que en nuestra sociedad abundan las opiniones, venturosa pero también abrumadoramente. Y prosperan tanto porque se piensa que todas son por sí mismas respetables, lo cual no es cierto. No pueden igualarse nuestras opiniones sobre los platillos volantes o la astrología, la curación mágica de enfermedades o la inmortalidad del alma, sólo por el hecho de que vengan avaladas por un inicial "yo opino" que valga para poner en circulación toda clase de afirmaciones. Hay dos usos distintos del opinar, prosigue Savater, según el primero de los cuales "yo opino" es una advertencia sobre mi inseguridad respecto de lo que voy a decir. Así que sería ridículo decir "yo opino que la capital de Francia es París", si uno tiene unos mínimos conocimientos geopolíticos. Este sería el uso impecable de la opinión. Pero luego el "yo opino" viene a significar también que lo que voy a decir es una aseveración tan mía que no estoy dispuesto a discutirla ni a modificarla aunque se me ofrezcan argumentos adversos y sólidos, y que cualquier ataque contra mi opinión es un ataque a mi persona. Este es el uso espurio de la opinión y, desde luego, el más antipedagógico por inútil: ¿pues qué formación puede sacarse de aquí? ¿qué provecho puede derivarse para la comunidad escolar de esta particular profesión de fe?
En el aula (y en la vida), tan sólo vale, obviamente, lo racionalmente justificado, y nuestra misión principal como educadores en una sociedad democrática es defender y enseñar el contraste razonable de las opiniones. Contraste que sólo puede significar comunicación y diálogo si se basa en lo que todos compartimos por el hecho mismo de ser humanos: el logos, es decir, la palabra, esto es, la razón. La capacidad mutua de entendernos en un lenguaje universal: el lenguaje de los argumentos que no el de las meras opiniones. Cierto es que esos argumentos han de basarse en algo y cierto que ese algo puede ser controvertido como tal basamento, pero justamente ese es el esfuerzo que merece la pena: el esfuerzo de mostrar a los demás lo pertinente de nuestro basamento.
De manera que con el sí y el no ya contamos de partida, y ya contamos con que detrás de ambos hay opiniones. Nuestro objetivo es, sin embargo, convertirlas en argumentos. Sin ellos no hay diálogo, sino monólogos alternativos.
Vuelvo al aula de clase. He terminado la lectura, he concitado interés y ganas de expresión respecto de una historia que entraña un dilema moral, he hecho una pregunta (¿Está mal diseñar a un hijo sordo?) pero no he suscitado una interesante división de opiniones (interesante desde el punto de vista del diálogo), porque todo el mundo parece inclinarse de entrada por la condena de la pareja de nuestra historia. Este es un resultado que puede darse y no deja de tener interés pedir que los alumnos justifiquen a continuación este consenso. Pero no me resisto a introducir yo mismo la polémica, aunque no es lo más deseable porque resta autonomía y cierta capacidad al grupo de estudiantes, ya que no puede dejar de reconocerse una cierta capacidad de convencimiento mayor a la mayor retórica y conocimiento del profesor. Ésta puede servir de ejemplo, pero nunca sustituir la actividad dialéctica de los estudiantes, pues tiene menos valor lo ya conseguido que lo que se ha de conseguir. No obstante, hago ahora de abogado de Shanon y Candy. Utilizo sus mismos argumentos que no han sido suficientemente atendidos por la clase, creo. Objeto a su condena, aparentemente general, que todas las parejas parecen ansiar una esencial semejanza en sus hijos, que cuando consiguen observarla, en el físico o en el temperamento, todo el mundo encuentra natural sentirse satisfechos y que un hijo sordo en una pareja de sordas, paradójicamente, podría facilitar la comunicación entre madres e hijo. Y ahora les cedo la palabra.
Ya hay muchos impacientes que quieren contestarme. Pido turnos para defender las alternativas. Es muy útil que un alumno ayude en esta tarea moderadora. A ellos les gusta participar de esta manera, están muy atentos a las manos levantadas de sus compañeros, son muy ecuánimes concediendo intervenciones, tal vez un poco estrictos a veces, pero justos. Estos moderadores escolares animan desde dentro el debate. El profesor altera a veces el orden para facilitar un diálogo vivo, evitar rutinas, pérdidas de atención o de interés, pero siempre pide permiso a este alumno moderador, o a quien porta o va a portar la palabra para introducir un cambio. Lo pide en nombre de un compañero aludido o en nombre de una necesidad argumentativa o temática o tal vez sintética. Pero siempre pide ese permiso a la clase y al portador de la palabra, y pide a los intervinientes que hagan lo mismo. Es un asunto serio: el orden del debate está en juego, las reglas han de respetarse escrupulosamente.
Cristina es la primera en hablar. Dice que la comunicación siempre es posible. Que no es necesario hacer al hijo sordo. Que pueden enseñarle su lenguaje gestual. De "signos" dice ella, y yo quisiera replicarle que todo lenguaje lo es, aunque es una puntualización innecesaria, no esencial. Por eso me callo, no quiero distraerles. Los profesores siempre quieren enseñar con cualquier pretexto, pero ahora es mejor seguir el hilo del debate, no desviarlo. Pido a los estudiantes que copien en sus cuadernos esta idea de Cristina. Aunque nada hay mejor que el diálogo vivo, quiero dejar un rastro de él en sus notas de clase.
Carmen habla después. Dice que estas madres, si lo que quieren es comunicarse mejor, no piensan en el niño, porque el niño no elige. También pido que se anote esta segunda idea (luego lo haré también con otras sucesivas) y pido a los estudiantes que expliquen si piensan que no se respetan los derechos del recién nacido, si creen que se le está coaccionando con el diseño de su sordera.
Germán me dice que sí porque la sordera es una discapacidad. Le pregunto por qué y me ofrece un buen argumento, un argumento convincente: nadie que oiga, dice, querría perder el oído.
Juande está de acuerdo. Dice que la sordera es una discapacidad porque impide disfrutar de la música. Y Miguel añade que es un impedimento también para trabajar.
Casi hablan a la vez. Se están apresurando porque se sienten fuertes defendiendo su postura. Y es verdad. Atacan la "línea de flotación" del argumento defensivo que considera la sordera una "identidad cultural". ¿Lo es realmente si nadie que puede elegirla la desea, si impide disfrutar de la música, si constituye un impedimento para el trabajo? Ellos mismos lo están analizando y cuestionando.
No hay nadie de mi lado. Vuelvo a interrogarlos para que siga nuestro análisis. ¿Dónde está el mal? ¿En la sordera o en el diseño de la misma?
Mercedes dice que si la sordera se puede evitar eso es lo malo, no hacerlo. Es decir, el mal está en el diseño, y añade que está mal experimentar con la vida humana.
Este argumento es una chispa en la cabeza de Miguel. Enciende su oposición. Miguel dice que la vida humana depende a veces de los experimentos. Que el progreso exige sacrificios. Y eso parece muy persuasivo a los demás. Pero Carmen replica que los sacrificios no pueden ser obligatorios. Este es, sin duda, el gran momento de nuestro diálogo, porque Miguel concede que está mal diseñar para empeorar, pero que todos los experimentos no salen a la primera. Es verdad que no ha entendido del todo lo que ha dicho Carmen o quizá Carmen no lo ha dejado terminar. En realidad, ha apostillado su primera idea, pero estamos en el núcleo del debate tal como lo plantea Michael Sandel en su obra. Estamos discutiendo sobre la búsqueda humana de la perfección, de nuestra perfección. Subo a un plano más abstracto y general, dejo atrás el ejemplo, abandonamos la sordera. ¿Hay algo malo en escoger el tipo de hijo que vamos a tener?
Paloma dice que es como fabricar un robot. Paula que si lo hacemos así no seguimos la naturaleza. Pero Miguel, que ya se ha instalado en una posición propia y en parte confrontada, dice que la naturaleza comete muchos fallos y que para eso está la medicina. Que sucede así con la cirugía estética.
Mayte interviene para apoyar a Miguel. Es una adolescente bastante bien parecida, pelo largo rubio, cara redonda, rasgos suaves, bonita sonrisa, ni alta ni baja, ni gruesa ni delgada, mesomorfa, equilibrada. Viene de Colombia. Lleva varios años en España. Parece bien integrada, pero siente mucha nostalgia de su país. Quiere volver, lo tiene claro. Pero también quiere, y eso es sorprendente porque su aspecto no lo aconseja, ni lo hace deseable, ni comprensible, regresar un día con todos los "defectos" de su cuerpo corregidos por la medicina. Lo dice con sinceridad pero yo no puedo entenderla. Me sorprende que nadie de la clase haga el menor intento de contradecirla o disuadirla. Muchas asienten y se ponen de parte de su intención. Lo considero una autopercepción distorsionada quizá propia de la adolescencia, o un resultado de extrañas influencias sociológicas. Pero no digo nada. Me lo callo. Es otro asunto. Aunque relacionado. También trata de la búsqueda humana de la perfección. Una búsqueda que entraña, evidentemente, sus peligros. No quiero adoctrinar en este tema. No tendría influencia verdadera. Pero tampoco podría hacerlo: no podemos seguir, el tiempo se ha cumplido.
Suena el timbre, la clase ha terminado, pido que antes de salir copien una pregunta en sus cuadernos (¿Por qué nos inquieta la manipulación científica de la naturaleza?). Pido que piensen en ello para seguir dialogando en la próxima clase.
(1) Michael Sandel, Contra la perfección, La ética en la era de la ingeniería genética, Barcelona, Marbot, 2007.