Todos los que conocemos y hemos trabajado con Oscar Brenifier hemos coincidido en señalar cuan a menudo el sistema educativo olvida que el aprendizaje de la vieja disciplina socrática tiene su núcleo en el filosofar. Los estudios académicos de filosofía en la enseñanza secundaria y sobre todo en la universidad sustituyen el ejercicio público de la reflexión y el diálogo por el aprendizaje memorístico de la historia del pensamiento. Lejos de mí cometer un error también antiguo y denostar esta venerable facultad de la memoria, sin la cual tampoco es posible el conocimiento. Pero precisamente porque tenemos memoria no podemos olvidar tampoco ni a Sócrates ni a Kant. Y no podemos olvidar la apuesta decisiva de estos dos autores por el "filosofar" frente a la "filosofía". También Oscar Brenifier habla de la reducción historicista como de la "corrupción de la filosofía", algo que nuestras instituciones académicas vienen padeciendo hace un par de siglos. De ahí su apuesta decisiva por recuperar la práctica socrática en el espacio de la clase de filosofía.
Hasta aquí la doctrina, y está bien. Pero el espacio de la clase es un espacio cronológicamente reducido y normativamente regulado por la programación. Dura un tiempo demasiado escaso como para que podamos sacar partido de los grandes debates o para dejar que estos se produzcan al azar. Y no pueden descuidarse en ella (no deberían hacerlo, al menos los funcionarios docentes) los compromisos adquiridos entre el profesor y las autoridades educativas, como los que hacen referencia a la explicación de un programa legalmente aprobado y a la obligatoria evaluación y calificación del aprendizaje de su contenido.
Mi propuesta viene por tanto a tender en la práctica docente real un puente entre la "filosofía"y el "filosofar", entre las necesidades académicas de aprendizaje programado y la enseñanza del análisis y la conceptualización, entre la calificación de lo aprendido y su cuestionamiento y problematización, es decir, entre lo institucional y lo sustancial. Y consiste en organizar "microdebates" con aplicación académica.
Para ello se selecciona un tema del programa y dentro de él un concepto que dé juego para la reflexión. Si el tiempo efectivo de la clase no sobrepasa los cincuenta minutos, no conviene debatir sobre más de un concepto, pues no dispondremos de tiempo suficiente para sacar provecho de más. Ha de seleccionarse uno de los conceptos nucleares del tema por cada sesión o clase. Si la clase es numerosa, sobre la treintena de alumnos, puede ser útil seleccionar un grupo voluntario de interlocutores (entre cinco y diez por cada sesión), permaneciendo el resto como "oyentes" hasta que les llegue su turno de palabra en otra sesión próxima, ya que los interlocutores irán rotando para que todos puedan participar varias veces a lo largo del curso. A este grupo de oyentes puede pedírsele hacia el final de la clase que formulen observaciones o planteen preguntas a los participantes, que realicen una síntesis de todo lo acaecido en el diálogo, etc. También se les puede pedir que esto se realice por escrito. Tanto el trabajo de reflexión oral pública como el de escucha reflexiva pueden evaluarse.
El procedimiento es tal como sigue. El profesor-animador inicia el debate seleccionando un número de preguntas-guía que no serán más de tres o cuatro, dado el tiempo con el que se cuenta. Estas preguntas deben proponerse de una en una, porque iniciada la discusión con la primera, las otras podrán ser matizadas o variadas alterando su orden. Exponerlas todas de golpe dirigiría en exceso el debate y restaría libertad al ejercicio de la discusión crítica por parte de los alumnos, quienes han de ser los verdaderos protagonistas. De otra manera, no desarrollarían sus capacidades críticas y su autonomía reflexiva.
Las tres preguntas versarán sobre el concepto clave del tema programado y las conclusiones consensuadas se convertirán en material evaluable para posibles ejercicios escritos. Obviamente, el profesor velará por su buen sentido y pertinencia. Mi experiencia personal es muy positiva en esta dirección. Si se consigue un espacio adecuado para el ejercicio de la razón, las conclusiones de estos debates inciden directamente en el contenido programado, con la ventaja del procedimiento práctico por el que han sido obtenidas. El profesor-animador puede, en todo caso, corregir su redacción para darles la forma más adecuada.
También la experiencia me hace señalar cuáles son los dos problemas fundamentales que pueden darse en el curso de estos microdebates. En primer lugar la personalización de la diatriba, sobre todo su dualización. Hemos de evitar a toda costa debates personales con abuso de intervención por parte de ciertos interlocutores más hábiles, acaparadores, inspirados o polémicos. En segundo lugar, la "desconexión" de los no participantes, que hay que vigilar de cerca sobre todo en el caso de aquellos alumnos menos dispuestos a abandonar el viejo modelo de "clase magistral", modelo que no ha de considerarse enemigo u opuesto al taller de diálogo en clase, sino complementario de este modelo dialógico, porque el profesor siempre puede recurrir a él cuando lo estime oportuno para precisar, informar, corregir, etc.
De manera que el profesor-animador propone las preguntas adecuadas, ordena los turnos, evita los "encastillamientos" de los alumnos, señala las posibles contradicciones, vigila el tiempo, promueve los consensos teóricos y valora académicamente el trabajo de interlocutores y "oyentes". Los alumnos dialogan y descubren en el ejercicio de la razón el contenido nuclear de los temas del programa, consensuando tras el debate el contenido teórico de estos. El resultado es una mayor implicación en el proceso de aprendizaje, un papel más activo del alumnado, un interés más vivo en la materia, un disfrute mayor en el discente y un mejor aprovechamiento de su trabajo para el docente.
Probadlo.